Tampoco rindió cuando fue llamado por la TV para cubrir temporadas estivales o para armar programas con premios. Todavía se recuerda lo que pasó en 1991, cuando conducía A la playa con Gasalla y en un momento se le ocurrió tirar sin aviso a una pileta a la reina de los pescadores. La reacción de la comunidad marplatense a esa broma pesada fue tan virulenta que le arruinó el programa.
Las demás creaciones de Gasalla empezaban y terminaban en él mismo, y por eso los programas que hacía llevaban su nombre y su marca hasta en el más pequeño de los detalles. Actor, productor, autor, director, humorista, docente, Gasalla es una de esas figuras polifacéticas a las que les resulta dificilísimo delegar responsabilidades. Pero fuera del férreo control que tenía sobre sus producciones, también supo rodearse en distintas etapas de nombres que al lado suyo supieron brillar, en algunos casos por primera vez: Juana Molina, Juan Acosta, Verónica Llinás, Humberto Tortonese, Alejandro Urdapilleta, Atilio Veronelli, el malogrado Carlos Parrilla. Rescató a Norma Pons, la antigua vedette que al lado de Gasalla adquirió reconocimiento definitivo como notable actriz y comediante, y reivindicó la casi olvidada figura de Nelly Láinez.
Gasalla fue el actor argentino que más se lució interpretando desde el humor y la sátira toda clase de personajes femeninos. Esa galería era interminable. Allí estaban la autoritaria maestra Noelia (la que decía todo el tiempo “me van a buscar y no me van a encontrar”), la pizpireta Inesita (con su rostro deformado por toda clase de cirugías), la pomposa entrevistadora Barbara Don’t Worry, las hermanas Malabuena, la desventurada Soledad Dolores Solari, la anciana Yolanda (eternamente instalada en su silla de ruedas), la mucama Kika, Miriam, la millonaria Mecha y muchísimos más.
De todos ellos, el sketch de Flora, la empleada pública malhumorada que gritaba todo el tiempo “¡Atrás, atrás, se van para atrás!” fue el que llegó más lejos en repercusión popular e influencia, también presente en las temporadas televisivas de Susana Giménez. Desde su aparición el personaje siempre fue mencionado como ejemplo del abúlico y desganado comportamiento de la burocracia estatal en la Argentina. Más de una vez ese nombre de fantasía apareció en medio de alguna denuncia sobre maltrato en oficinas públicas o inclusive en los anuncios relacionados con algunas mejoras en ese terreno.
A Gasalla nunca le interesó utilizar ese recurso como proclama o herramienta de argumentación política. Es más, casi no se le conocieron pronunciamientos o declaraciones explícitas sobre el tema, como sí solía hacer Pinti. Pero en mayo de 2009, en pleno kirchnerismo, se soltó un poco más de lo habitual y dijo algunas cosas con nombre y apellido. “Cada presidente que viene (salvo Menem, que se reía junto con nosotros) llega para gritar algo. Yo soy grande y escucho. No necesito que me griten. Todos gritan. Los militares no solo gritaban, sino que te mataban. Tanto Néstor como Cristina gritan. Quizás tienen miedo. Tienen que luchar contra muchas cosas que uno no sabe. Yo qué sé”, declaró.
En sus contadas declaraciones sobre la realidad política siempre mostró una actitud escéptica, jugando con frases en las que nunca se sabía cuándo terminaba la broma y empezaba a hablar en serio: “Acá nunca hubo ideologías, hubo partidos. Cada vez creo menos en lo que dicen. Hace muchos años yo decía que el país había que dárselo a Héctor Ricardo García, a Franco Macri y a Amalita Fortabat. A los tres juntos, como administradores. Por cinco años, pero con condiciones: asegurar una determinada cantidad de reservas y que ellos ganaran un porcentaje. Estoy seguro de que de esa forma seríamos otro país. Mucho mejor”.
La exitosa y larga trayectoria televisiva de Gasalla arrancó en 1988. Desde entonces impuso una serie de revulsivas, transformadoras y audaces propuestas de cambio estético en un medio que no estaba acostumbrado a renovarse desde el humor. Supo llevar a la tele el mismo criterio visual de innovación y riesgo que había aplicado algunos años antes en la revista porteña, cuando se animó a dar vuelta la puesta en escena tradicional del género. El mundo de Antonio Gasalla y El palacio de la risa se llamaron sus programas de TV más populares. Entre otros reconocimientos le dieron a su creador el Martín Fierro de Oro en 1994.
Curiosamente, esa fórmula que llegó para dejar atrás todos los convencionalismos y las rutinas del humor televisivo, y que resultó imbatible durante una década y media, cayó por su propio peso cuando a Gasalla se le hizo imposible sostener algún tipo de renovación en situaciones, personajes y tics que ya mostraban algún cansancio. Solo la imbatible Abuela y la empleada pública lograban sostener su vigencia cada semana junto a Susana Giménez.
En ese largo período de repercusión televisiva, Gasalla tuvo la lucidez de no descansar solo en lo que le ofrecía ese medio. Su hiperactividad lo llevaba siempre de vuelta al teatro. El artista que hacía maravillas en la estrechez imposible del café concert de los 70 ahora era capaz de llenar cada noche salas de 700 espectadores. “El teatro hace menos ruido que la televisión, pero establece una relación mucho más profunda con el público”, era una de sus frases de cabecera.
Así ocurrió entre 2009 y 2012 con Más respeto, que soy tu madre, de Hernán Casciari, su último gran éxito en los escenarios, que no paró de agotar funciones en el Teatro El Nacional. La experiencia terminó mal cuando Gasalla terminó enfrentado con Claudia Lapacó, que se había sumado a una suerte de continuación de la obra original. Después hubo más situaciones conflictivas. Un Gasalla más irritado de lo habitual chocó de frente con Flavio Mendoza y Nora Cárpena. Y también recibió reproches de maltrato por parte de Georgina Barbarossa, antigua compañera de ruta a la que llegó a producirle un ciclo televisivo.
Esas peleas crecieron en intensidad alimentadas por el fuego permanente del chisme televisivo, una de las cosas que más lo fastidiaban. “A mí se me transparentan más las cosas que a otras personas”, reconoció una vez. Le costaba mucho disimular los enojos y esa conducta quedaba mucho más en evidencia en una figura consagrada a hacer reír. De allí en adelante se fueron transformando en escándalos algunas situaciones intrascendentes, gracias al fogoneo de la siempre activa industria del cotilleo.
Muy molesto y cada vez más a la defensiva, volvía a la carga convencido cada vez más de que no había diferencias de fondo entre un reportaje y una declaración policial. “La prensa raramente informa sobre el crecimiento personal de los artistas. Y yo soy un artista, los artistas no se cansan. Un día la cabeza me hará clic, tendré un coágulo, me moriré… Es verdad. Yo enterré a mi vieja y alguien me enterrará a mí. Es la naturaleza”, había anticipado en 1997.
Dos décadas y media después ese hastío que imaginaba tan lejano le llegó. La insistencia de los cronistas faranduleros, el progresivo desinterés del público y un enojo que seguramente complicó algunos problemas de salud forzaron en enero de 2020 el final abrupto del espectáculo que representaba en Mar del Plata junto a su gran amigo Marcelo Polino y llevaba su nombre en las marquesinas. “El cuerpo no me da más”, reconoció en ese momento.
Nunca regresó o volvió nunca más a los escenarios y a la actuación. Se recluyó en su departamento de Recoleta (tenía dos propiedades en el mismo edificio) con la idea de seguir el tratamiento y la recuperación de algunas dolencias, como un cáncer de piel que tenía en ese momento bastante controlado. Pero aparecieron otras complicaciones de salud, varias internaciones, una declinación visible en su estado de ánimo por culpa de la larga cuarentena y una sucesión de ingratos episodios más cercanos a la crónica policial que a la vida de los protagonistas del mundo del espectáculo.
Según denunció su abogado, primero fue víctima en abril de 2022 de una estafa millonaria y del robo de varios elementos de valor (escrituras, documentos, cuadros, muebles, esculturas, adornos, recuerdos personales). Un año después trascendió que también habría desaparecido misteriosamente de su casa medio millón de dólares en efectivo. Las biografías de famosos que conservan patrimonios valiosos a una avanzada edad son pródigas en episodios de aprovechamiento y abuso de personas con enormes fragilidades físicas y mentales.
Mientras pudo depender de sí mismo, Gasalla siempre confió más en su propia intuición que en el consejo ajeno. Esta máxima, que siguió escrupulosamente mientras tuvo fuerzas y el control pleno de su razón, lo define de cuerpo entero. “Yo nunca hago nada con lo que no esté de acuerdo” era su frase de cabecera. En el tramo final de su vida, golpeado por un deterioro físico y mental irreversible, quedó más lejos que nunca de ese propósito. Es por eso que la despedida a uno de los grandes capocómicos argentinos de todos los tiempos resulta mucho más triste.
Fuente: La Nación